¿"Princesa, segunda parte"? Es posible que aún no sepas que sí, Princesa tendrá continuación. Si es así, te diré brevemente que después de meses de pedírmelo con una insistencia que parecía contagiada de la insistencia de Dakota -y esa sí que la conoces-, las lectoras habéis conseguido arrancarme un "sí". Será este año, 2013, cuando vea la luz y como me encantan las sorpresas -ya lo sabes- me seguiré reservando más detalles hasta que llegue el momento. No me tomes a mal, por favor. Adoro las sorpresas y de esta nueva novela, las lectoras lo habéis decidido prácticamente todo, así que lo que no habéis decidido, lo custodio con cariño y mucha, mucha ilusión :)
Entre las cosas que habéis decidido, está una muy importante: queréis más de Dakota y Tess. Me parece justo y como me encanta complaceros, he pensado que este Día de los Enamorados sería una ocasión perfecta para regalaros un extracto -lo que entre vosotras se denomina "spoiler"- de la nueva novela que tuviera por protagonistas al Yogurín y a su chica.
Aquí os lo dejo, entonces, con mis mejores deseos de que tengáis un San Valentín muy, muy romántico ;)
~~*~~*~~*~~*~~*~~*~~*~~
"¡Teeeeeeeeess,
tu enamorado está aquí!"
La
editora se incorporó en la cama de un salto cuando oyó la voz de su
madre haciendo aquel anuncio tan peculiar. "Tu enamorado"
había sonado con la misma sorna con que siempre lo decía, y al
final de la frase, como colgando de un precipicio invisible estaban
las dos palabras que no había pronunciado: "otra vez". Casi
habían sido audibles. Sin embargo, el mayor efecto en Tess lo había
logrado con el adverbio "aquí". ¿Cómo que "aquí"?
Acababan de hablar por teléfono, y ella le había explicado que se
echaría un rato porque no se encontraba bien. Había aducido una
gripe como posible motivo de su malestar, confiando en que Dakota lo
daría por bueno, cada cual dormiría en su propia cama el fin de
semana y eso le concedería a ella las vacaciones de tres días que
necesitaba.
No
las deseaba, pero desde luego, las necesitaba.
Y
ahora él, estaba "aquí". Tess se dio un vistazo rápido y
suspiró. Vaya pintas.
Se
había puesto lo más cómodo que había podido encontrar en su
armario. Una camiseta de tirantes que originariamente era de color
salmón y ahora, tras muchos lavados, había quedado de un rosita
suave. Tenía escote en U y alguna vez había sido entallada; ahora,
las sisas y el contorno lucían estirados. Pero el algodón era tan
delgado que era casi como si no llevara nada. Un auténtica bendición
en esos días como hoy, en los que no toleraba el roce de la ropa.
Los
pantalones -convertidos en minishorts- eran otras reliquias. Un
pantalón de deporte ancho de caderas y muslos, de los que se
ajustaban a la cintura no con cinta elástica sino con cordel.
Antediluviano, pero lo más cómodo que había vestido jamás. Por
eso lo seguía conservando, y también por eso lo vestía hoy.
Y
si así de mal estaban las cosas por su vestuario, no quería
imaginar cómo estarían en su cabeza. Las ojeras ya eran
contundentes al levantarse, por lo que no tenía la menor duda de que
ahora serían dos círculos negros. Sin embargo, con esa coquetería
propia de las mujeres, se deshizo la coleta y se peinó el cabello
con los dedos, que volvió a enmarcar su rostro en una melena
castaña, corta y ligeramente ondulada. Puso especial interés en el
flequillo, que caía sobre el lado derecho de su cara, formando una
onda amplia y dejaba la frente despejada. Por intentarlo que no
quedara.
Y
ella que había pensado que Dakota lo dejaría en unas cuantas
llamadas para ver qué tal seguía. Ilusa. Oía sus pasos firmes en
las escaleras de madera. Venía tarareando una canción. Sonaba
despreocupado. Feliz.
Tess
exhaló un suspiro y esperó a que él abriera la puerta. Sin llamar
antes, por supuesto.
Así
fue. Scott Taylor, más conocido como Dakota, abrió la puerta con
sigilo, para no despertarla si dormía, y al verla sentada con las
piernas cruzadas al estilo indio sobre la cama, sonrió. Abrió la
puerta del todo y recostó un hombro contra el marco.
—Guapa,
si no mejoras solo con verme es que estás grave y tenemos que salir
cagando leches al médico.
En
otras épocas lo habría llamado vanidoso, pero ahora, no podía más
que reconocer que era cierto.
Una
verdad grande como una catedral.
Aquel
rubio pelilargo de cuerpo espigado, completamente vestido de negro, era una visión imponente. Llevaba sus botas llenas de hebillas y la
cazadora de pinchos colgando de un dedo, sobre el hombro. Además,
hoy tenía el pelo suelto. Caía como una mata lacia y sedosa que le
cubría buena parte del pecho y de la espalda, dándole un aspecto
terriblemente atractivo.
Nunca
dejaba de asombrarla que ella, amante de Armani y ferviente
admiradora de Ralph Laurent, pudiera encontrar aquellos pantalones
pitillo y aquella camiseta con los puños arremangados hasta el codo,
tan escandalosamente... Sexy.
Tess
esbozó una sonrisa y extendió una mano hacia él. Dakota cerró la
puerta tras de sí, soltó la cazadora sobre la pequeña banqueta que
había frente a la cómoda y avanzó hasta la cama. Tomó la mano
femenina y sin soltarla se puso de cuclillas frente a ella,
mirándola. Sus impactantes ojos color café recorrieron el rostro de
su novia, buscando señales que le indicaran qué tal se encontraba.
—Eres
la medicina perfecta, pero... —Tess
lo miró con dulzura—
¿qué haces aquí?
—Tenía
que traerle unas cosas a mi padre y aproveché para hacerle una
visita a la griposa, pero ahora que te miro...
Dakota
acarició suavemente el rostro de Tess con el dorso de una mano. Uno
de sus dedos le recorrió el perfil de la nariz y a continuación,
las sombras oscuras que había debajo de sus ojos. Ella volvió a
intentar desviar el tema. Retuvo aquel dedo delator y dijo con su
tono risueño:
—Y
ahora que me miras, te preguntas dónde han quedado esos conjuntitos
que te molaban tanto
—sonrió—.
¿Era así como lo decías, no?
De
forma ostensible, los ojos de Dakota abandonaron el rostro femenino y
le dieron un exhaustivo repaso al resto de Tess. Ya lo había hecho
antes, al abrir la puerta, pero en aquel momento a sus ojos de hombre
enamorado les urgía más saber qué tal estaba. El "cómo"
ya lo sabía; buenísima.
Este
segundo repaso le confirmó que no echaba en falta los infartantes
conjuntos que su chica usaba para salir a hacer footing. En lo más
mínimo.
La
camiseta era escotada y le iba grande. Desde donde mirara, se daba un
festín visual, y si ella se movía... Cualquier movimiento hacía
temblar aquellos dos soberbios melones porque sí, además, no
llevaba sostén.
Joder,
era la fórmula perfecta para que él no pudiera despegarle los ojos
de aquellas delanteras de muerte y los dos sabían muy bien lo que
pasaba cuando se las miraba mucho.
Cuando
se las miraba. Punto.
Los
shorts eran un escándalo. Lisa y llanamente. Le cubrían apenas
hasta la raíz del muslo, y se enterraban en las ingles. Y mejor que
no pensara qué haría allí, aparte de mirar.
Este
segundo repaso también le confirmó que en otras épocas, su
risueña referencia a los conjuntitos molones habría sido una
maniobra de distracción perfecta.
Hoy
no funcionaba.
—Este
también me mola —concedió
el motero—.
Lo que me pregunto es qué clase de gripe es esta que has pillado...
Sin tos. Sin coladera de nariz. Sin estornudos...
La
vio ponerse roja y no hubo forma de evitar derretirse por dentro.
Empezaba a intuir de qué iba todo aquello... Y jo-der, le
estaban entrando unas ganas de embadurnarla en mermelada y comérsela
despacio... ¡Ay, madre!
Tess
meneó la cabeza. Qué incómodo estaba resultado todo aquello, pensó
la editora. Dios. ¿Gripe? Menuda ocurrencia. Como si una gripe fuera
a detener a un hombre como él de hacer exactamente lo que le diera
en gana. En los casi tres meses que Tess llevaba viviendo en Londres,
se habían visto a diario. A veces, solo por espacio de unos pocos
minutos, pero todos los días, sin fallar uno.
Al
principio era Dakota quien se las arreglaba para aparecer de
improviso, a veces en visitas relámpago de apenas un cuarto de hora.
Ahora también era Tess.
Había
descubierto que a él le encantaba que se presentara de forma
inesperada -igual que lo hacia él-, y Tess, que no precisaba de
ninguna razón especial para desear verlo cinco minutos después de
que abría los ojos por la mañana, había encontrado en sus
apasionadas bienvenidas el estímulo perfecto.
Intentando
evitar hablar del tema, había conseguido un doblete; ahora, además,
tendría que explicar por qué lo evitaba.
Ella
soltó un suspiro. Tomó un mechón de pelo masculino y lo enredó
entre sus dedos. A ver cómo se las ingeniaba para salir del embrollo
sin... ¿sin parecer la mayor mojigata de treinta y seis años a este
lado del mundo? Por Dios, Tess.
—No
tengo la gripe —admitió
al fin mientras seguía con la vista el movimiento de sus propios
dedos en torno al mechón rubio—.
He dicho una mentirijilla.
Dakota
apartó su propio cabello hacia atrás con un movimiento de la mano,
lo que de paso dejó a Tess sin pelo que enredar entre sus
dedos. Primer llamado de atención.
El
segundo sobrevino de inmediato, cuando él elevó la barbilla de su
chica en un gesto ostensible que la obligó a un contacto visual.
—Tess,
no me evites. —Y aunque
no lo dijo, fue como si lo hubiera hecho: "me vuelves loco
cuando me evitas". Y el estremecimiento que los recorrió a los
dos fue prueba de ello.
Él
se resistió a abrazarla. No quería ponérselo fácil. Y muy
especialmente, no quería mentiras entre los dos.
Ella
también se resistió; tenía razones para ello aunque pudieran
parecer tontas -incluso, aunque lo fueran-, aunque no supiera cómo
empezar a explicarse. Su rostro se contrajo en un gesto mitad
arrepentimiento mitad puchero, y lo soltó de carrerilla, casi sin
pensar.
—Ay,
Diossss... ¡Qué embarazoso! No es una gripe, es mi
menstruación. La primera que tengo desde que he regresado a Londres.
El médico dijo que era un retraso normal debido al estrés y al
cambio de vida... Suelen ser dolorosas, lo cual me pone muy
irritable, pero lo
peor es que no soporto siquiera el roce de la ropa. Iría desnuda si
pudiera. Son días en los que me siento malhumorada y fea... y...
Quizás me equivoque, pero creo que no eres un hombre escrupuloso...
Sexualmente escrupuloso, quiero decir... Y bueno... Esto me resulta
muy violento. Preferí evitarlo y es evidente que cometí un error
—hizo una pausa para recuperar el resuello—. Y ya está. Es todo.
¿Embadurnarla en mermelada,
había dicho? Joder... Se la comería toda. Tal cual estaba. Cachito
a cachito. Cada segundo que pasaba se sentia más loco por ella. Loco
total.
Dakota soltó el aire en un
suspiro. Quería comérsela allí mismo. Ya, ya, ya.
Y por desgracia, eso no era una
opción.
—Vale. Entonces, nos vamos.
No solo lo había dicho. Además,
se había puesto de pie esperando que ella hiciera lo mismo.
—Scott... —se quejó ella.
Pero Dakota no la dejó
continuar.
—Si esperas que me trague que
prefieres el zumito mañanero de Lady Di a mi rabo, no cuela.
Al oírlo, el rostro de la
editora pasó por toda la escala de rojos antes de llegar al morado,
y tan solo fue capaz de articular tres palabras:
—¡Por Dios, Scott!
—¿Qué?
"Por Dios", ¿qué?
Me da igual si este fin de semana me toca cascármela en la ducha. Sé
lo que tú quieres y sé lo que quiero yo. Y eso no es que tú te
quedes aquí y yo en Honslow, ¿vale? Y ahora, llámame indiscreto,
pero es lo que hay y lo sabes perfectamente.
Tess
soltó un bufido. Miró a otra parte. ¿Indiscreto? Zafio
era la palabra correcta.
—Menos
mal que te he dicho que estoy irritable... Agggg...
Te mataría cuando hablas de ese modo.
Dakota volvió sobre sus pasos.
Se agachó frente a ella nuevamente y tomó sus manos. A
continuación, buscó su mirada.
—A
ver, nena... A duras penas conseguimos estar tres o cuatro horas sin
vernos, y eso porque no paramos de llamarnos... ¿y tú pretendes que
aguantemos todo un fin de semana? —hizo una pausa durante la cual
sus ojos, como siempre, la escrutaron, buscando una respuesta antes
de que ella la pronunciara—. ¿Estás de coña, bollito?
Bollito. Debía haberse
transformado en uno. De mermelada y recién salido del horno, porque
así se sentía; caliente y blandita. Jamás entendería cómo aquel
vocablo inofensivo y, a la sazón, mal empleado en este caso, podía
tener semejante efecto sobre ella.
Pero así era.
Lógicamente, él se dio cuenta.
Una gran sonrisa torcida, marca de la casa, dominó su rostro varonil
cuando murmuró, muy cerca del oído de Tess, y muy bajito:
—Diría que te tengo en el
bote... ¿Qué te parece?
~~*~~*~~
Richard Gibb y su esposa miraban
la televisión cuando Tess, acompañada de Dakota, hicieron una breve
parada en el salón.
Antes de que su hija aceptara
aquel puesto temporal en Harper Collins para cubrir la baja por
martenidad de la editora de su sello romántico, y harta de ver a
Dakota a todas horas en su casa, Amelia, a la que el motero se había
referido antes como Lady Di porque la mujer era una admiradora confesa de
la Princesa del Pueblo hasta el punto de llevar su corte de pelo,
esperaba como agua de mayo el momento en que Tess se reincorporara a
la vida laboral, confiando en que las visitas se reducirían. Que
incluso con un poco de suerte se limitarían a un rato por la noche,
después del trabajo, como sucedía con las parejas normales. Sin
embargo, no había sido así. Desde hacía tres semanas, en días de
diario lo tenía tocando el timbre de su casa dos veces al día, y
cuando llegaba el viernes por la tarde, aunque el planeta acabara de
sufrir una invasión alienígena, Dakota recogía a Tess y no se les
volvía a ver el pelo a ninguno de los dos hasta el domingo a la hora
de comer. Hoy era viernes, así que Amelia ya sabía lo que vendría
a continuación, y la verdad, no le gustaba, pero esperó con la boca
bien cerrada a ver qué decía su hija. El primero que habló, no
obstante, fue Richard al verla en el salón.
—¿Estas bien, querida? Tienes
mejor semblante.
—Sí, gracias, papá... Bueno,
me marcho —miró a
Amelia, con una sonrisa en los labios—.
El domingo vendré a tiempo para ayudarte a amasar.
¿El Domingo?
—¿Qué le ha pasado al Sábado?
¿O es que tu semana ya no los tiene? —preguntó su madre.
Dakota, de pie detrás de Tess y
parcialmente oculto por la puerta, estuvo a punto de soltar una
carcajada. ¿A los 36 años mamá le preguntaba por qué no venía a
dormir a casa? A ver qué respondía Tess.
La editora, acostumbrada a las
continuas interferencias de Amelia Gibb sonrió con naturalidad.
—Nada, que yo sepa. Sigue
formando parte del calendario oficial en todo el mundo —hizo un
gesto de adiós con la mano—. El domingo, a eso de las diez,
estaremos aquí.
Dios le diera paciencia, pensó
Amelia.
—¿"Estaremos"? ¿Tú
también vendrás, Dakota?
—Sí, señora. Aquí estaré,
como un clavo.
Richard ignoró el gesto de
desagrado de su esposa y procuró que pasara desapercibido.
—Divertíos, chicos. Ya nos
veremos el domingo.
Tan pronto la pareja se hubo
marchado, Amelia puso a un lado el tejido y miró a su marido con
evidente malhumor.
—No
me gusta cómo van las cosas, Richard, y lo que me gusta menos
todavía es que tú te lo tomes tan a la ligera. Esto no es normal.
Hace dos horas... ¡qué digo! Hace media hora,
Tess se sentía lo bastante mal como para tomarse dos analgésicos de
una vez... ¡Ella, que para hacerla tomar una aspirina hay que
maniatarla! Pero llega él y ya está estupenda y se va de fin de
semana. ¿No ves lo que está sucediendo aquí?
Richard apartó el periódico con
su talante paciente habitual. Sus grandes ojos grises miraron a su
esposa como quien mira a un hijo caprichoso.
—¿Qué es lo que crees que
está sucediendo? Se quieren, están bien juntos y quieren compartir
el mayor tiempo posible. ¿Qué tiene de malo?
La expresión de Amelia mostró
que su humor empeoraba por segundos.
—"Quieren",
no; quiere. Él
quiere.
—¿A qué te refieres, cariño?
—preguntó el padre de Tess, completamente perdido.
—Tess no se sentía bien. Lleva
así varios días, pero hoy ha venido del trabajo y se ha metido
directamente en la cama, un signo muy claro viniendo de ella. No creo
que en diez minutos esté estupenda. Lo que pasa es que él la
presiona. Ya ves cómo es. La llama a todas horas, se presenta aquí
a cada rato. La mangonea todo el tiempo y ella no sabe pararle los
pies. Esto no me gusta, Richard. No me gusta nada.
Ahora quien empezó a dar signos
claros de mal humor fue el cabeza de familia. Entendía que Dakota no
era un tipo que se hiciera querer, precisamente. Entendía que su
aspecto y sus modales constituyeran un desafío constante a la vena
más tradicional de las hermanas Baldini. Lo entendía porque muchas veces él
mismo se sentía desafiado. Pero lo que acababa de oír le parecía
una acusación muy grave y a todas luces infundada, y antes de que la
imaginación hiperactiva, tan característica de las mujeres de la
casa, montara un gran drama a partir de un grano de arena, estaba
decidido a ponerle coto. Ya mismo, además. No volvería a cometer el
error de no intervenir a tiempo.
—Amelia, no se te ocurra seguir
por ahí. No se te ocurra, ¿me oyes? —ella bajo la vista en un
gesto que tenía tanto de ira como de incomodidad por la llamada de
atención que estaba recibiendo de su marido—. No puedes ir
acusando tan alegremente. Que Dakota no te caiga bien no es razón
para que lo acuses de todos los males del mundo. Y perdona, cariño,
pero decir que Tess no sabe pararle los pies, eso ya es... Eso es
inaceptable. Inaceptable. Y además, no es cierto. Tess es una mujer
con las ideas muy claras y yo no tengo ninguna duda de que las cosas
se están desarrollando de la forma que ella quiere. Es Tess quien
marca las pautas en esta relación y no al revés. Mira mejor,
Amelia. Ya te lo he dicho infinidad de veces —la miró con dureza—.
No quiero volver a oír eso. Me parece vergonzoso e impropio de ti.
Amelia volvió a tragarse su
rabia. Tomó las agujas y continuó tejiendo sin hacer comentarios.
¿Qué iba a decir Richard de la
situación? Para él, todo lo que Tess hacía era lo correcto.
Durante muchos años, ella misma también lo había pensado.
Hasta el día en que Dakota se
había metido, prepotente y chulo, en la vida de su hija mayor.
Justamente hasta ese día, Tess
había sido una hija modélica.
Ahora era una desconocida.
~~*~~*~~
Tess y Dakota atravesaron el
camino de laja y salieron a la calle tomados de la mano. Ella se
había dado una ducha rápida, había cambiado su indumentaria
antediluviana por unos ligeros pantalones de color crema, una blusa
violeta con mangas tres cuartos y escote bote, y unas sandalias a
juego de tacón moderado. Un poco de rímel en las pestañas y
corrector de ojeras a discresión habían mejorado su semblante en
directa relación a lo que había mejorado su ánimo, aunque esta
última mejoría tenía una única explicación: él. Ni los
analgésicos, ni el zumito de mamá, ni ninguna otra cosa, fuera
material o etérea. Solo él conjuraba este tipo de milagros en la
vida de Tess.
—¿Y Princesa? —preguntó
sorprendida al ver que la moto no estaba por ningún lado. En cambio,
junto a la acera, estaba el coche de los Taylor.
Dakota abrió el maletero y
colocó en él el pequeño equipaje de su chica.
—Guardada en el garaje.
Se refería al garaje de la casa
de sus padres, que vivían puerta con puerta con los Gibb, en el 140
de Old Elm Street.
Tess se detuvo junto al motero.
—¿Has venido en coche? —le
preguntó.
—Nop.
He venido en moto y ahora me voy en coche.
A continuación, cerró el
maletero de un golpe seco que sobresaltó a Tess.
—Pero a ti no te gusta ir en
coche... —añadió ella mirándolo extrañada.
Dakota ya estaba junto a la
puerta del conductor, dispuesta a abrirla, y se detuvo. Apoyó los
codos sobre el techo del vehículo y la miró con sorna.
—¿Por qué las tías hacéis
tantas preguntas? Vine en moto. Me voy en coche. ¿Dónde está el
problema?
Fue en aquel momento, cuando él
insistió en quitarle importancia al suceso optando por meterse con
las costumbres del sexo femenino, que se hizo la luz. Desde el
principio, la intención de Scott había sido llevarse a Tess
consigo. Ella había dicho "gripe" y él había deducido
que si estaba engripada, tendría fiebre, tos y estornudos. En tal
caso, lógicamente, Tess preferiría hacer el viaje en coche. Por eso
"había venido en moto y se iba en coche".
Qué hombre más increíble se
escondía tras sus ropas de motero.
—¿Tan curiosa te parezco?
Él arqueó una ceja a modo de
respuesta y se puso al volante.
Tess, con una sonrisa que le
ocupaba la mitad de la cara, se quedó donde estaba, disfrutando
anticipadamente de lo que estaba a punto de suceder.
Dakota esperó a que ella
subiera. Esperó y esperó y esperó...
Al fin, bajó el cristal del lado
del acompañante y asomó parcialmente la cabeza.
—¿Vienes?
Tess se inclinó un poco y lo
miró sonriente.
—Ha sido un gesto muy galante
de tu parte pensar que, dadas las circunstancias, yo preferiría no
viajar en moto. Y me preguntaba si, quizás, querrías deslumbrarme
con otro gesto galante...
Dakota dejó caer la cabeza,
derrotado. Luego, la miró de reojo pensando con cuánta habilidad
conseguía llevarlo a su terreno. Y con cuánta dulzura. Era
demoledora.
—¿Cuál gesto?
—Me encanta que un hombre me
abra la puerta —respondió Tess con suavidad, y se quedó
esperando su reacción.
—¿Quieres que me baje y te
abra la puerta del coche?
Ella le obsequió una sonrisa
tierna.
—Quiero que me abras todas las
puertas.
Había que ser mujer para
entenderlo, así que, por descontado, él no lo entendía. Pero ella
había usado la palabra "deslumbrar", y esa sí que la
entendía. Sobre todo, entendía el efecto.
Asintió un par de veces con la
cabeza y volvió a mirarla.
—Y dime, ¿eso te deslumbraría
mucho?
La mirada de Tess,
resplandeciente de amor, permaneció unos instantes sobre él.
—Oh, sí —murmuró, al fin—.
Muchísimo.
Dakota salió del coche y avanzó
hacia ella con paso decidido. Pensaba cobrárselo con creces y en
especie, y eso justamente era lo que sus ojos le decían. Eso, y que
cada minuto que pasaba la adoraba más y más y más...
Tess dio un paso atrás para
permitirle abrir la puerta y cuando él lo hizo, se dispuso a subir.
Entonces, él la detuvo por un brazo, suavemente, y se acercó a
hablarle al oído.
—No soy un tío escrupuloso
—murmuró. El vaho caliente la quemó entera y sus palabras
encendieron una hoguera en el vientre de Tess.
Ni una cosa ni la otra pasaron
desapercibidas a Dakota, que volvió a apartarse sin dejar de
mirarla.
Tess subió al coche y mientras
lo hacía tampoco despegó sus ojos de él.
Simplemente, no podía.
©2013. Patricia Sutherland
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