Capítulo 1

Un año antes...
Londres, agosto de 2007.


Olía a una mezcla de bruma, tierra húmeda, y kebabs.
Era un aroma inconfundible, una fragancia única marcada por el clima, el transcurso del tiempo y la diversidad cultural, que le confería universalidad, y a la vez, idiosincrasia. Ninguna otra ciudad olía igual.
Theresa Gibb habría sabido que estaba en Londres aunque sus ojos no pudieran ver los magníficos jardines que rodeaban la Osterley House, una mansión de finales del siglo XVIII rodeada por vastas extensiones de tierra que en sus tiempos fue llamada “el Palacio de los palacios”, y de la que, fugazmente, pudo divisar la silueta de una de sus cuatro torres, recortada contra el cielo en la distancia.
O el río Támesis, al que veía discurrir desde el puente Kew, veintitrés metros más abajo, a medida que el taxi avanzaba por él hacia el sudeste, para retomar Kew Road.
O los Jardines Kew; ciento veinte hectáreas de terreno que alojan la mayor colección de especies botánicas del mundo, y el rincón favorito de Londres para Tess; desde la primera (y única) vez que había hecho “pellas” hasta su primer beso adolescente, conservaba mil y un recuerdos asociados con aquel lugar.
Pero además, había nacido aquí. Todo, en general, conformaba una visión de la que ella era parte. O, al menos lo había sido, durante veinte años. Y casi en cada esquina redescubría cosas, que habían permanecido enterradas en lo más profundo de su mente, y ahora emergían invocando a una multitud de imágenes, en una suerte de caleidoscopio de su propia vida en perspectiva; la Tess de hoy mirando con sus ojos de treintañera emigrante a la Tess de ayer, la delgaducha y sabelotodo hija mayor de Richard y Amelia Gibb.
Cuando el taxi se detuvo frente al semi-adosado de estilo victoriano ubicado en el número 139 de Old Elm Street, la mujer de chaqueta y falda corta color azul ultramarino descendió portando un amplio bolso a juego. Aprovechó los instantes que el conductor demoró en sacar el equipaje del maletero para reacomodar algunos mechones que habían escapado al moño alto despeluchado con que se sujetaba el cabello, y apartarse el ralo flequillo castaño de la frente. Echó un vistazo rápido a su indumentaria; todo estaba en orden a pesar del largo viaje intercontinental.
Al fin, con una sonrisa nerviosa, Tess abrió la portezuela de madera que continuaba tal cual la recordaba -inmaculadamente roja, como si acabaran de pintarla- y atravesó el angosto camino de baldosas de terracota que llevaba a la casa, acompañada por el sonido de sus finos tacones, de las ruedas de la maleta golpeteando sobre el suelo irregular...
Y de los latidos de su corazón, que ya había empezado a celebrar con júbilo aquel momento que llevaba meses preparando en secreto.
* * * * *
Tess había contado con que el reencuentro sería emotivo. Su madre siempre había sido una llorona -decía que era su mitad italiana que se negaba a rendirse al pragmatismo británico- y en cuanto al cabeza de familia, Richard Gibb, y su hija menor, Abigail, tampoco eran de fiar cuando se trataba de asuntos familiares. Además, aunque todos lograran mantener la emoción bajo mínimos controlables, habían transcurrido casi tres años desde el último viaje de Tess, unos pocos días que había pasado en Londres la Navidad de 2004.
Demasiado tiempo para una familia bienavenida.
Ante semejante perspectiva, Tess había limitado su habitual maquillaje concienzudo, a una base suave, unas pocas pinceladas de rímel, y algo de color en los labios.Y por supuesto, nada de lentillas; en su lugar llevaba unas gafas redondas de montura metálica.
Sin embargo, nada consiguió que toda ella acabara convertida en una caricatura de sí misma, cuando al empujar la puerta de calle, que estaba sospechosamente entornada, y atravesar con pasos cautelosos el pasillo que conducía a las demás estancias de una casa que lucía oscura y desierta, llegó al salón y descubrió que la sorprendida, en esta ocasión, era ella.
Primero fue un gran coro de voces risueñas exclamando al unísono la palabra “¡Sorpresa!” y las luces que se encendían, dejándole contemplar un panorama emotivo como pocos; toda su familia estaba allí; los Gibb y los Baldini, sus ascendientes en línea directa hasta el primer grado y hasta el cuarto en línea colateral, y sus respectivos descendientes. Más de veinticinco personas se habían reunido para darle la bienvenida a la hija pródiga que regresaba de allende los mares...
Y a renglón seguido, una explosión de alegría adueñándose del lugar, brazos que la estrujaban, besos cariñosos enhebrados con frases y voces familiares que hacía siglos que no oía...
Y aquella energía amorosa que la envolvió en un instante, transportándola veinte años atrás en el tiempo...
No, Tess ya no era la flamante editora de la colección romántica de Harcourt Publishers. Era la adolescente de coleta y gafas de aumento, celebrando en compañía de los suyos, su decimoquinto cumpleaños.
* * * * *
La comida se había transformado en sobremesa y ésta en cena, en una celebración continuada que sólo se había interrumpido para cambiar de estancia. Como en toda reunión familiar en la que las Baldini capitanearan la cocina, la buena comida -variada y abundante- y el buen vino italiano no podían faltar.
Y no faltaron. Tess tenía la sensación de que no había parado de comer desde que había puesto un pie en Londres.
Cuando llegó la hora del café y el licor, sobre las ocho de la noche, los dos hermanos de su padre y sus respectivas familias, que vivían a dos horas de Londres, se habían marchado. El resto de los invitados se trasladaron al salón de la chimenea, una amplia estancia decorada en tonos crema desde cuyo ventanal podía verse la calle. Las mujeres se apretujaron en el gran sofá de cuatro cuerpos que enfrentaba la chimenea, y los hombres hicieron lo propio en el que enfrentaba la ventana formando una L con el que ocupaban las señoras de la familia. Fue necesario traer sillas de la cocina para que todos los invitados pudieran sentarse.
Los más jóvenes -Abby y los tres nietos adolescentes de tía Fina- formaban un grupito conversador junto a la ventana, donde estaba el rincón favorito de Tess. Allí, un enorme sillón de respaldo alto con reposapies, detrás del cual había una delgada estantería de un solo cuerpo repleta de libros, le traía a la memoria el recuerdo de momentos mágicos, sumergida en la lectura, cuando era adolescente.
Pero hoy, ella había sido el centro de atención desde que había llegado y ahora, que las conversaciones discurrían por caminos alejados de Boston, la editorial para la que trabajaba y su vida en “Yanquilandia”, agradecía estos instantes de introspección, sabiendo que no estaban destinados a durar mucho tiempo; se hallaba estratégicamente situada entre su madre, Amelia, y la hermana menor de ésta, tía Stella.
¿Y Terry? ¿No va a venir esta vez?
Tess se volvió hacia Stella y negó con la cabeza. Él había pasado con la familia de Tess la Nochevieja de 2004. Trabajaba en un reportaje para la National Geographic en las Islas Shetland cuando unas severas inclemencias meteorológicas les habían obligado a regresar a tierra firme. Llevaba años deseando conocer a los Gibb (aunque Tess sospechaba que, en realidad, más le interesaban las curiosas hermanas Baldini) y no desperdició la ocasión. Desde entonces, Tess siempre había tenido la impresión de que Stella los tenía por “más que amigos”. Nunca se lo había preguntado directamente, razón por la cual, Tess no había tenido la ocasión de responderle, directamente, que lo que los unía era fraterno, no sentimental. Para Tess, Terry era el hermano de sangre que le habría gustado tener, un deseo malogrado para siempre tras la histerectomía de urgencia a la que Amelia había tenido que ser sometida algunos meses después de que naciera Abigail, y le constaba que a Terry le sucedía otro tanto. De hecho, haciendo gala de su peculiar sentido del humor, solía referirse a ella como su hermana cuando hacía nuevas amistades para poder disfrutar con la cara que se les quedaba al comprobar que Tess no era de raza negra.
Está al otro lado del mundo —explicó—, que es donde suele trabajar normalmente. No queda mucho nuevo por fotografiar en la vieja Europa...
Stella asintió, pero Tess se dio cuenta de que la atención de su tía estaba en otra cosa. Pronto supo en cuál.
¿Qué hace esa niña? Está mirando por la ventana a cada rato... —comentó como si estuviera hablando consigo misma. Le tocó el brazo a su hermana Amelia—. ¿Abby espera a alguien?
La madre de Tess hizo una mueca con la boca. —Que yo sepa...
Stella llamó a su sobrina. Le pidió que se acercara. Ella dejó a su grupo y atravesó el salón. Llevaba su largo cabello suelto y las puntas ensortijadas se movían graciosamente al andar. El rubio natural al que había añadido unas cuantas mechas rosadas contrastaban con su lúgubre vestuario; un jersey entallado que le llegaba a la cintura, leggings y unas botas de caña alta, todo color negro.
¿Qué? —dijo Abby después de ponerse de cuclillas frente a Tess y apoyarse con un brazo sobre sus piernas.
Stella le apartó varias hebras de cabello de la frente. —¿Qué pasa ahí fuera que no dejas de mirar?
Ella se sonrojó, y al ver aquellas mejillas de payaso, Amelia meneó la cabeza.
Dakota —dijo su madre—. Lo que pasa es Dakota.
Los ojos de Stella se iluminaron, llenos de picardía.
¿Te ha pedido salir? —le preguntó, excitada como una niña pequeña.
¿Ese muchacho? ¡Bah, no digas tonterías, Stella! —exclamó Amelia.
Tú, calla —dijo la aludida a su hermana, y volvió a centrarse en Abby—. ¿Pasa algo o no?
Tess notó que, de pronto, todas las mujeres de la sala seguían la conversación de Abby y Stella, y no pudo evitar pensar en lo familiar que le resultaba eso. Con los Baldini/Gibb no era nada fácil mantener algo privado... De adolescente, Tess lo detestaba. Ahora comprendía con asombro cuánto echaba de menos el interés, la atención, incluso los consejos no solicitados.
Su mirada se cruzó brevemente con la de su padre, que le hizo un guiño afectuoso, y también empezó a prestar atención a la conversación que mantenían las mujeres. Poco a poco, el resto de los hombres hicieron lo mismo.
Me parece que ha encontrado trabajo —respondió Abby. Su rostro parecía un sol, tal era el efecto de pensar en el chico de sus sueños—. Pero no lo sé seguro porque todavía no he hablado con él...
Amelia puso los ojos en blanco. —¿Es que lo estaba buscando? Pues, mira, eso es una novedad.
Calla y deja que la niña hable, Mely... —se quejó Stella—. Cuenta, chiquilla... ¿y dónde está trabajando?
Trabajar” no figuraba en el diccionario de aquel muchacho, pensó Amelia al tiempo que se ponía de pie. Y además, ¿quién iba a darle trabajo a alguien con esas pintas de okupa?
Bah... Yo, mejor me voy a hacer café”, anunció mientras sorteaba rodillas y pies en dirección al pasillo.
Tess bajó la cabeza para ocultar su sonrisa. Aquello también le resultaba familiar. Era lo que su padre denominaba “el genio Baldini”, unas reacciones típicamente mediterráneas que eran doblemente sorprendentes viniendo de una mujer que había nacido y crecido en Gran Bretaña, y que se declaraba monárquica. De hecho, lucía el mismo corte de pelo que Lady Di. Lo había adoptado al día siguiente de su muerte, y diez años después lo conservaba. Era su particular homenaje a la bienamada y admirada “princesa del pueblo”.
Creo que en un club del Soho... Aunque a él lo que le gusta es arreglar motores... Será algo para salir del paso —replicó Abby con el orgullo rebosando por los cuatros costados, lo que hizo aflorar sonrisas en varios de los presentes, incluidos los hombres.
Stella aplaudió las palabras de su sobrina. —Seguro que sí, mi niña... Pero entre vosotros, ya sabes... —sonrió con picardía— ¿cómo están las cosas?
Tess notó que el rosa de la mechas de su hermana se extendía por las raíces y florecía en su cara.
Sí, claro, tía... Espera que voy a por el megáfono así se entera todo el barrio —dijo mientras meneaba la cabeza, y para entonces, el rosa se había convertido en un rojo rabioso, y las risas no tardaron en hacerse oír.
Deja, deja el megáfono y cuéntamelo a mí... A estos cotillas, ni agua —dijo Stella, riendo mientras se inclinaba hacia a su sobrina como si fueran a compartir un secreto—. Mira, corazón, escucha lo que te dice tu tía, que de ésto entiende bastante: a los hombres hay que animarlos.
No había acabado de decirlo que las carcajadas volvieron a retumbar en el salón. Unas, que provenían del marido de la consejera matrimonial, Tony Di Pietro, sonaron más fuerte: era por todos conocido que había sido él quien “había animado” a su mujer, mientras ella se dedicaba a “animar” a otro.
Vaaale —reconoció Stella, tirándole un beso a su marido que él devolvió—. Algunos hombres necesitan que los animen. Mi Tony no, pero Dakota, sí —le acarició el pelo a Abby—. Tienes que animarlo, sobrina.
Los ojillos de Abigail brillaron de ilusión. ¿Animarlo? Exhaló un suspiro, que no tardó en generar reacciones.
Lo que tiene que hacer es escuchar a su madre y hacerle caso —intervino Fina, la mayor de las hermanas.
Anda... ¿y eso por qué? —terció Isabel, la mujer del único hombre Baldini, una madrileña guapísima quince años más joven que el galán de la familia con quien se había casado hacía tres, cuando todos pensaban ya que el apellido no perduraría. Le había tomado 47 años dar el “sí, quiero”.
Porque él no le conviene —replicó Fina, enérgicamente—. Y porque está más que claro que si a Dakota le interesara Abby, ya se lo habría dicho. Vamos, que desde parvulitos, creo yo que ha tenido tiempo de sobra...
El debate estaba servido, pensó Richard Gibb, cuando escuchó a Stella exclamar “¡pero cómo le dices algo así a la niña!”. No era la primera vez que los sentimientos de su hija pequeña por el vecino se convertían en tema de conversación, y que ésta, a su vez, acababa convertida en un debate. Y no le gustaba. En su fuero interno, como padre, deseaba que el amor fuera una experiencia inolvidable para sus hijas, que si tenía que reportarles sufrimientos, fueran los menos posibles. Entendía que lo mismo deseaban Stella, Fina, Isabel... todas ellas, pero él no tenía sangre italiana o española corriendo por sus venas. Era inglés, muy inglés, y encontraba desconcertante e incómodo, que temas que pertenecían al área privada, se airearan de aquella manera. Por no añadir, que estaba convencido de que lo mejor era dejar que Dakota y Abby se ocuparan de un asunto que sólo les concernía a ellos.
Su mirada volvió a cruzarse con la de Tess y supo que los dos pensaban lo mismo.
Alguien tiene que decírselo, ya que a su madre no la escucha —volvió a intervenir Fina.
¡Y qué sabes tú para decir que a Dakota no le interesa! Abigail es una niña preciosa... Todos se pegan por invitarla a salir... ¿Por qué Dakota iba a ser la excepción?
Stella lo había dicho porque lo creía, y también porque odiaba ver desilución en los ojos de su sobrina favorita. Pero en este caso, no fue necesario ya que Abby ni siquiera la estaba escuchando. Ni a ella ni a los demás. Se había quedado atrapada en la palabra “animarlo” y desde entonces, su mente ideaba la forma de llevar a cabo el plan.
En aquel preciso momento, sin embargo, otra voz se oyó aún más fuerte.
¿Se puede saber quién es el que ha dejado una servilleta sucia junto al retrato de mi Diana? ¡Será posible...! ¡Que la saque ya mismo!
Todos los ojos miraron consecutivamente el rostro violeta de Amelia, que volvía con los cafés, y luego, la chimenea en cuya repisa estaba una foto enmarcada de Lady Di —ahora parcialmente oculta por un paño de florecitas—, junto a una vela que Amelia mantenía siempre encendida.
El marido de Stella no tardó en darse por aludido. Se puso de pie, con las orejas arrugadas y un gesto de “caray, he vuelto a meter la pata”.
Tess miró a su padre, aguantando la risa.
Esto también le resultaba entrañablemente familiar.
* * * * *
Era cerca de medianoche cuando los padres de Tess se levantaron de las sillas de la cocina de la primera planta, que ocupaban desde hacía más de dos horas, en un anuncio de que estaban a punto de retirarse a descansar. La tía Stella y su marido, que vivían a un par de manzanas, habían sido los últimos en marcharse, sobre la diez de la noche, y antes de hacerlo habían dejado claro cuál sería el plan familiar para el día siguiente: una comida-cena en el jardín de su casa, aprovechando que el pronóstico auguraba un día templado.
Aunque Tess estaba rendida, sabía que Abby no la dejaría ni tan siquiera acercarse a la cama antes de ponerla al día sobre “cotilleos de chicas”. Y lo sabía porque ya se lo había advertido en dos ocasiones cuando la casa estaba aún llena de invitados.
Bueno, cariño mío, nosotros nos vamos a la cama —dijo Amelia a su hija mayor al tiempo que se inclinaba y le daba un beso en la cabeza—. Mañana seguimos hablando, ¿de acuerdo? —esbozó una gran sonrisa—. Me parece increíble tenerte aquí... ¡No sabes lo feliz que me has hecho con este viaje!
Tess tomó, afectuosa, las manos de su madre. Sus emociones continuaban a flor de piel, y la mujer ya había llorado bastante por un día, de modo que desvió su atención a otro asunto:
Estoy de acuerdo siempre y cuando me digas cómo os enterásteis de que estaba de camino —dijo y miró alternativamente a su padre, luego a su madre, y finalmente a su hermana Abby, quien bajó la vista con una sonrisa pícara—. No esperéis que crea que casualmente llamásteis a la editorial, donde casualmente “alguien” que no precisáis, os dijo que yo había marchado a Londres. Quiero detalles, porque se trataba de una sorpresa y pienso ajustarle las cuentas al culpable de estropearla.
Richard Gibb contemplaba a sus mujeres con evidente satisfacción, y aunque no lo diría —procuraba no agobiar a Tess ya que era consciente del esfuerzo que suponía desplazarse a Londres para verlos—, también a él le parecía increíble tenerla en casa; hacía tantos años que eso sucedía de forma más que esporádica...
Pues, a mí me parece que ha sido una gran sorpresa, de esas inolvidables, sólo que ha sido mutua —extendió la mano y le acarició el cabello—. Suponiendo que alguien se hubiera ido de la lengua... —dijo Richard con una sonrisa, dejando en el aire una tácita confirmación de que, efectivamente, alguien lo había hecho— ¿cuáles son los cargos? ¿haber propiciado un día que no olvidaremos jamás?
Los ojos de Tess brillaron de emoción.
Siempre has sabido elegir bien a tus amigos —añadió su padre con dulzura, confirmando que “el culpable” no podía ser otro más que Terry Nichols—. Que descanses, querida.
Amelia tomó la cara de Abby entre las manos. —No la retengas que ya es muy tarde y estará cansada, ¿eh? Tendréis tiempo de seguir hablando mañana... Sé buena, cielo.
Seré buena. Y no, no la retendré hasta tarde, ¿vale? —se quejó Abby mientras esperaba pacientemente que primero su madre, y luego su padre, le regalaran el consabido beso de buenas noches.
Sin embargo, la última vez que Tess había mirado su reloj eran las dos y media, y su hermana continuaba con su conversación de forma tan animada como si tal cosa. Cada una de las veces que Tess había hecho o dicho algo que sugería que se iba a dormir, su hermana pequeña se las había ingeniado para retenerla. Desde hacía un buen rato, el tema de conversación versaba sobre su amor platónico, que continuaba siendo el mismo desde segundo grado de la educación primaria; el vecino de al lado. No había mucho que contar, en esencia, ya que la razón de que fuera un amor platónico era, principalmente, que el joven nunca había correspondido el sentimiento. Abby y él habían ido juntos al colegio y luego al instituto —tenían la misma edad—, y de él, Tess no tenía más recuerdos que la imagen de un larguirucho con acné, que llevaba los pantalones medio caídos y arrastraba los pies al andar; un adolescente poco favorecido, como tantos otros, al que no había vuelto a ver en diez años.
Pero a pesar de todo, a su hermana le había robado el corazón durante toda la vida, y ahora, le estaba robando a Tess, horas de sueño.
Corrígeme si me equivoco, pero tengo la impresión de que quieres que continúe despierta por alguna razón... ¿Cuál es?
Abby meneó la cabeza, doblemente divertida; siempre había encontrado graciosa la forma de hablar de su hermana —bueno, casi siempre, porque de niña lo odiaba—, y...
Porque Tess acababa de descubrirla.
Fue muy evidente, ¿no? —Tess movió afirmativamente la cabeza—. Es que... los sábados suele volver a estas horas... y desde esa ventana —señaló con la mirada la que estaba justo detrás de Tess— lo puedes ver cuando se baja a abrir la puerta del garaje para guardar la moto...
¿Es lo que tú haces? ¿Quedarte despierta para verlo llegar?
A veces...
Abby se encogió de hombros con una expresión algo incómoda.
Suena fatal, ya lo sé, pero cuando estás tan colado por alguien, haces cualquier cosa con tal de verlo un segundo...
Tess se cruzó de brazos. Realmente, no lograba comprender la magnitud de lo que su hermana sentía. No sólo porque era incapaz de imaginar que alguien estuviera dispuesto a alimentar con esperanzas vanas un amor perpetuamente no correspondido, a mantenerse fiel a él a pesar de todo, es que cuando la miraba, veía alguien tan vital, tan extrovertido... Siempre había sido la reina de las fiestas, la que atraía la atención de todos, no sólo por su carácter. Abby era bonita, llamativa, e incluso durante los años adolescentes en que su cuerpo había tendido al sobrepeso, la lista de admiradores era larga. Pero para ella jamás había existido más que uno; su antiguo compañero de pupitre. No era lógico que continuara emocionalmente encadenada a un hombre que nunca había mostrado el menor interés por ella, pero así era. A menos que...
¿Habéis salido juntos alguna vez? —le preguntó Tess a su hermana, y vio cómo su rostro cobraba vida.
No... Bueno... Salir-salir, no, pero... —de pronto, era como si Abby tuviera hormigas por el cuerpo, y en un gesto nervioso, se puso el pelo detrás de las orejas—. Alguna vez nos hemos encontrado por ahí, ya sabes... Y coincidimos en un club, y me trajo a casa... ¡monté en su Princesa! —añadió, exultante.
Tess observó la expresión de aquel rostro juvenil. Sus hermosos ojos grises se habían iluminado ante el recuerdo de un suceso casual que para ella, sin embargo, había quedado grabado a fuego en su memoria. Era sorprendente cómo el sentimiento de devoción de quien amaba teñía de maravilla hasta el menor acto intrascendente del ser amado.
¿Le llama “Princesa” a un armazón de metal pintado? —preguntó Tess, intentando cuadrar la imagen del adolescente apático que guardaba del vecino en su memoria, con aquel inusitado gesto de apreciación hacia un objeto.
Pero Abby no respondió. Tess la vio quedarse paralizada durante un instante, y al siguiente, saltar de la silla y correr hacia la ventana al tiempo que exclamaba:
¡Es él! ¡Apaga la luz y ven! ¡Corre, corre...!
Tess obedeció, sorprendentemente rápido teniendo en cuenta que estaba muerta de sueño, y con paso ligero se acercó a la ventana. Su hermana, abstraída en las vistas, apenas si se movió para hacerle sitio, y Tess se encontró espiando al recién llegado a hurtadillas, por encima del hombro de su hermana.
El ruido que hacía aquel montón de chatarra era estridente, y Tess pensó que el fino oído de su hermana tenía que haber aprendido a detectarlo cuando aún estaba a un kilómetro de allí, porque cuando Abby había saltado de la silla, Tess no había oído nada.
Pero allí estaba, poco más que una sombra bajo la tenue luz de la entrada, un individuo de piernas largas a bordo de una inmensa motocicleta roja, con la rueda delantera ostensiblemente adelantada respecto de la trasera, que se detenía frente a la casa vecina, y se apeaba. A continuación, abría la ruidosa puerta metálica del garaje de dos plazas.
Abby suspiró.
Me vuelve loca esa cazadora... —comentó en un tono que denotaba que, aunque se refería a la llamativa prenda de cuero poblada de pinchos plateados que brillaron cuando él pasó bajo el farolillo, no era ella la razón de tanta excitación.
Tess se disponía a decirle justamente eso, pero en aquel momento, el joven se quitó el casco y se pasó una mano por la parte posterior del cuello, y toda la atención de Tess quedó atrapada en aquella visión tan inesperada como inverosímil.
¿Aquello era pelo?
Sí, lo era.
Por lo visto, pensó, el antiguo compañero de pupitre de su hermana no había vuelto a cortarse el cabello desde la última vez que se habían visto.
In-cre-íble.
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© 2010,2011. Patricia Sutherland.




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6 comentarios:

  1. Simplemente: GENIAL ¡¡¡¡
    Me ha encantadoooooo ¡¡¡¡

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  2. GRACIAS!!! Así con mayúsculas.
    Gracias por tu intéres, tu siempre presente amabilidad... por todo, Helena; tú eres genial :-)

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  3. ¡Espectacular!
    ¡Eres grande, Patricia! Me tiens atrapada a la pantalla, disfrutando de cada letra, de cada punto y de cada coma.
    Besos,
    Bri

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  4. ¡GRACIAS! ¿Sabes, Bri? Creo que desde que empecé a leer tus comentarios he crecido como medio metro de alto y tres de ancho ;-)

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  5. bueno, muy bueno...me has atrapdo desde el prologo chica..mucha suerte!!!!

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  6. ¡Gracias, Almiux! Sabiendo, por las recomendaciones de lectura que me haces, qué escritora te atrapa, no puedo tomarlo más que como un GRAN cumplido ;)

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